Avisos parroquiales:
Si no lo has hecho aun, puedes escuchar el primer podscat de Carlitos Schmitt aquí:
Leer es cosa complicada. En parte, porque hay muchas maneras de leer. La manera más común de hacerlo consiste en descifrar el significado de una serie de palabras relacionadas entre sí, una al lado de otra, l e t r a t r a s l e t r a, frase tras frase—tal como estás haciendo ahora.
Sin embargo, hoy quiero hablarles de otro tipo de lectura—una lectura que podríamos llamar, en contraposición con la lectura corriente y “horizontal”, lectura “vertical” o “genealógica”. Este tipo de lectura no busca la relación de un término con el que tiene al costado, sino que busca la relación de una palabra con sus antepasados, con ella misma en otros idiomas y en otros tiempos. Consiste en abrir una palabra y ver qué hay dentro, o por debajo.
De hecho, uno de mis pasatiempos favoritos es el de desenterrar parentescos filológicos entre palabras y rastrear raíces etimológicas como un sabueso. Muchos me habrán escuchado decir:
¿Sabían que la palabra “alegoría” está formada por dos palabras griegas, allós y agoreuō, que significa literalmente “decir de otro”? Pero ese “decir”, no es un decir cualquiera (podría haber sido exō, que significa “decir” común y corriente), sino que es un decir reservado a las cosas importantes, un decir que sólo se daba en el ágora, en público, reservado a los asuntos de Estado y de Religión: agoreuō. Así lo usa, por ejemplo, Homero:
«Entonces la gente empezó a morir a gran velocidad, y las flechas del dios se extendieron por todo el campamento de los aqueos. Pero a nosotros el profeta, con conocimiento seguro, nos proclamó los oráculos del dios que golpea desde lejos.»
«ἄμμι δὲ μάντις εἰδὼς ἀγόρευε θεοπροπίας ἑκάτοιο.» (Ilíada, I, 385)
De ahí que, cuando los teólogos dicen que los Salmos tienen, a veces, lenguaje alegórico, no debamos entender esto como simples y aleatorias metáforas, sino que son formas sagradas y elevadas de hablar sobre algo de lo que no se puede hablar, a lo que el lenguaje humano no llega…”.
Paremos ahí…
Ninguna filiación etimológica tiene nunca nada de casual, puesto que, para tomar prestada una metáfora del gran Marechal, las palabras son siempre “como flechas”:
En el día sin lanzas, amasé mi canción
con un barro durable.
Se habían pronunciado las palabras:
"Toda canción es flecha de destierro" .
Y en el día sin lanzas
por encima del hombro
disparé mi canción.
Fructificaba el árbol con altura de árbol
y al sol el buey mugía
con altura de buey;
pero mi voz, ¡oh, duelo, era más alta
que mi altura de hombre.(“Introducción a la Oda”, Leopoldo Marechal)
Aunque nosotros las usemos como si la palabra fuese únicamente el ángulo más afilado de la punta de la flecha, lo cierto es que todo vocablo tiene también el resto de la punta, así como una varilla, las plumas en la cola, un arco que la lanza, una cuerda tensada, un Arquero Eficiente que la lanzó y, más aún, un Artesano Primigenio que la fabricó. Todos estos factores, además del viento, del cuerpo hacia el que van dirigidas, las maderas disponibles y las modas epocales, forman parte de la palabra y de su uso.
Cada vez que proferimos o pensamos en una palabra, pues, estamos dejando que ésta obre en nosotros y en el mundo exterior, pero no sólo con su sentido inmediato, sino con toda una historia y una sustancia que se remontan a centenares de años, y a veces en la noche misma de los tiempos. Y mientras más antigua sea la palabra, mientras más densa sea la realidad que significa o mientras más venerable y cuidado haya sido su uso, más potente y performativa será la palabra, y mayor será el efecto que tiene sobre nuestro espíritu y sobre la realidad. Les doy un ejemplo:
Si un padre, le ordena algo a su hijo, incluso algo completamente anodino y cotidiano––“te ordeno que termines de guardar tus juguetes”––, en esta orden vive y actúa una tradición filológica que refleja, a su vez, una tradición metafísica, política y religiosa que se remonta a la noche misma de los tiempos. La “orden” del padre viene del sustantivo latino “ordo” y del verbo latino “ordinare”, que significan tanto “orden”, “comando”, “ordenar”, “comandar”, entre varias otras cosas.
Esta palabra está en la base misma de un imperio como el Romano, que fundó su existencia en el respeto al orden: respeto del orden natural, respeto al orden del ser, un férreo orden político y militar, un respeto al orden de la jerarquía. En la palabra latina “ordo” vive la idea de que la creación tiene un orden objetivo y eterno, y que sólo en el respeto de este orden natural se encuentra la perfección humana. Este orden eterno indica que sólo en la subordinación ordenada de lo inferior a lo superior puede florecer el hombre, hecho que se cumple tanto para las potencias humanas (los apetitos se someten a la voluntad, que se somete a la inteligencia), como en la sociedad, la religión, el ejército y en la familia. Para seguir insistiendo, en el orden romano, del cual proviene toda la civilización occidental, el poder es un atributo divino que ha sido legado a los hombres para que instauren una sociedad en la que pueda existir la paz y la felicidad. De allí que el hijo deba obedecer las órdenes del padre, así como el padre debe obedecer a los poderes que penden sobre él. Todo ello vive en cada mención de la palabra “orden”, incluido el orden de los juguetes.
Por otra parte, los términos latinos de “ordo” y de “ordinare” tienen una raíz previa que le da aún más peso y sacralidad a su sustancia lingüística. Los filólogos afirman que la raíz de ordo se puede rastrear hasta la raíz Protoindoeuropea “*ar”, que tiene el significado general de “hacer actuar”, “mover” o “ajustar”. En otras palabras, es una raíz que indica todo aquello que tiene un efecto sobre la realidad, aquello que hace que las cosas sean o acontezcan.
Aquí es donde se pone interesante: esta misma raíz es la que se encuentra en la base de términos del sánscrito como “arya” (“nobleza” o “de alto grado”), de palabras griegas como “aristos” (“mejor”) o “aretē” (“excelencia” o “virtud”) y de palabras latinas como “reor” (“creer o juzgar”), “ratio” (“razón”), “ars” (“habilidad”, “técnica” o “arte”) y “arma” (“implemento”, “arma” e incluso “guerra”).
Es decir que, cuando el padre ordena a su hijo traducir 10 líneas de la Odisea y hacer 10 flexiones de brazos en 10 minutos, lo que vive en sus palabras no es solo la excelencia metafísica, político-castrense y religiosa del Imperio Romano, sino que es una tradición aun anterior y más primigenia que la de la propia Ciudad Eterna. Se trata de una tradición en la que quizás la noción de orden era completamente inseparable de la de inteligencia, razón, virtud, de nobleza y habilidad física. Todo eso nos dice una simple palabra como “orden”.
Por otro lado, no debemos entender a las palabras como meros espejos. Ellas no “reflejan” la realidad, sino que la llaman, la evocan. El habla tiene el poder de traer la realidad hasta nuestro espíritu, de manifestarla ante nuestros ojos, así como de modificarla y actuar sobre la realidad.
Esto es algo que La Religión y todos los cultos del pasado siempre supieron: hay palabras más y menos sagradas, y lenguajes más y menos sagrados. No es lo mismo decir “señor” que “dominus” o “kyrios”, y es la experiencia de esta diferencia espiritual entre los lenguajes lo que explica que muchas religiones hayan tenido una lengua litúrgica distinta a la común y corriente. Esto explica, además, el temor reverencial que el hombre antiguo de todas las culturas tenía hacia ciertas palabras, temor que, a nosotros, hombres castrados de tradición, nos parece ridículo o supersticioso. ¡Ay de aquellos que profieren juramentos falsos! Y aun más ay de aquellos que lo hacen en nombre de Dios, o que tomen el nombre de Dios en vano. Al mencionar todas esas palabras, “Juro”, “Dios”,
Supongo que varios de mis lectores estarán pensando hace varias líneas en el triste caso del latín y la Liturgia Católica, y tienen mucha razón. Pasar de una lengua sagrada como el latín a las lenguas vernáculas significa desechar la lengua del Imperio Eterno elegido por Dios, desechar una lengua perfeccionada y moldeada por las bocas de miles de santos y mártires, una lengua que representa la universalidad en sí misma, una lengua que alcanzó los pináculos de la filosofía, la teología y la belleza poética… en fin, significa desechar esta lengua de perfección máxima y reemplazarla por las mismas palabras que usa un verdulero búlgaro para gritar vulgaridades en el mercado central de Buenos Aires.
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